Introducción a la evolución de la Inteligencia Artificial:

Autor: DR. Ricardo Petrissans

Profesional universitario con amplia experiencia en varios campos de actuación: en gestión de empresas, en desarrollo de personas, en actividad universitaria y en creación e ingeniería de proyectos de desarrollo profesional y de educación.

Inteligencia artificial

12 Jul, 2025

12 Jul, 2025

Un Viaje desde la Imaginación hasta la Realidad Cotidiana

La inteligencia artificial, esa frase que hoy resuena en laboratorios, empresas y hogares, comenzó como un sueño tejido entre mitos y ecuaciones. En esencia, es la capacidad de las máquinas para realizar tareas que, hasta hace poco, exigían inteligencia humana: aprender de la experiencia, reconocer patrones, tomar decisiones e incluso crear. Pero su historia no es solo una sucesión de algoritmos y circuitos; es un relato de ambición, fracasos épicos y reinvenciones que han transformado nuestra relación con la tecnología.

Todo empezó en las brumas de la imaginación. Los griegos antiguos hablaban de Talos, un gigante de bronce que protegía Creta, y los alquimistas medievales soñaban con homúnculos, seres artificiales. Sin embargo, el verdadero punto de partida ocurrió en 1950, cuando Alan Turing, un matemático británico que descifró códigos nazis durante la Segunda Guerra Mundial, planteó una pregunta incómoda: ¿Pueden las máquinas pensar? Su artículo “Computing Machinery and Intelligence” no solo propuso la famosa prueba de Turing —donde una máquina debe convencer a un humano de que es otro humano—, sino que encendió la chispa de una revolución.

En 1956, durante una conferencia en Dartmouth, Estados Unidos, un grupo de científicos —encabezados por John McCarthy, quien acuñó el término inteligencia artificial— se reunió para explorar cómo crear máquinas capaces de simular la inteligencia. Eran optimistas: creían que en una década se lograría una IA general, es decir, una mente artificial con habilidades humanas. Pero pronto enfrentaron la cruda realidad. Las computadoras de los años 50, con su potencia limitada y memorias del tamaño de armarios, apenas podían resolver problemas básicos. Aun así, nacieron proyectos pioneros: ELIZA, un chatbot de los 60 que simulaba a una psicoterapeuta, o Shakey, el primer robot móvil que podía analizar su entorno.

Los años 80 trajeron un nuevo enfoque: los sistemas expertos, programas que imitaban el conocimiento de especialistas en áreas como medicina o geología. MYCIN, por ejemplo, diagnosticaba infecciones bacterianas con precisión comparable a los médicos. Pero estos sistemas eran frágiles: si la situación se salía de su programación, fallaban estrepitosamente. La falta de adaptabilidad, sumada a promesas incumplidas, llevó a dos inviernos de la IA —periodos de escepticismo y recortes de financiación— que duraron hasta finales de los 90.

El renacimiento llegó con el nuevo milenio, impulsado por tres fuerzas: datospotencia computacional y algoritmos. Internet generó cantidades masivas de información, las tarjetas gráficas (GPUs) permitieron procesarla a velocidades antes impensables, y nuevas técnicas de aprendizaje automático (machine learning) dieron a las máquinas la capacidad de aprender por sí mismas. En 2012, un hito marcó el camino: AlexNet, una red neuronal que ganó un concurso de reconocimiento de imágenes con una precisión revolucionaria. Era la prueba de que el deep learning —redes neuronales profundas inspiradas en el cerebro humano— podía resolver problemas complejos.

La década de 2010 vio a la IA infiltrarse en la vida diaria. Asistentes como Siri y Alexa se volvieron comunes, los algoritmos de Netflix y Spotify aprendieron nuestros gustos, y coches autónomos comenzaron a surcar carreteras. Pero el momento más emblemático llegó en 2016, cuando AlphaGo, un sistema de Google DeepMind, derrotó al campeón mundial de Go, un juego milenario considerado más complejo que el ajedrez. La máquina no solo ganó: lo hizo con jugadas creativas que desconcertaron a los expertos.

Hoy, la IA ya no es una herramienta pasiva. Con la irrupción de la IA generativa, las máquinas no solo analizan, sino que crean. Modelos como GPT-4 de OpenAI redactan ensayos, resuelven problemas matemáticos y mantienen conversaciones fluidas. DALL-E y Midjourney generan imágenes realistas a partir de descripciones textuales, mientras que herramientas como GitHub Copilot escriben código como si tuvieran décadas de experiencia. Estos avances se basan en arquitecturas como los transformers, que procesan lenguaje e imágenes detectando patrones en millones de ejemplos.

En medicina, la IA está salvando vidas. AlphaFold, otro prodigio de DeepMind, predice la estructura de proteínas con una precisión que acelera el desarrollo de fármacos. Algoritmos diagnostican cánceres en radiografías con tasas de acierto comparables a radiólogos expertos, y proyectos como el de la startup Insilico Medicine usan IA para diseñar medicamentos en meses, no en años. En la agricultura, drones con sensores optimizan cosechas; en la lucha climática, modelos predicen desastres naturales o diseñan materiales para capturar CO₂.

Pero este poder conlleva dilemas profundos. Los mismos algoritmos que recomiendan películas pueden perpetuar sesgos raciales o de género si se entrenan con datos defectuosos. En 2018, por ejemplo, se descubrió que un sistema de reclutamiento de Amazon discriminaba a mujeres porque se basaba en currículos históricos de una industria dominada por hombres. La Inteligencia Artificial también plantea desafíos existenciales: los deepfakes —videos falsos hiperrealistas— amenazan con erosionar la confianza en instituciones, mientras que la automatización podría eliminar millones de empleos, especialmente en sectores rutinarios.

Ante estos riesgos, gobiernos y organizaciones buscan marcos éticos. La Unión Europea lidera con regulaciones que clasifican aplicaciones de Inteligencia Artificial según su peligrosidad, prohibiendo usos como el reconocimiento facial indiscriminado. Mientras tanto, investigadores como Timnit Gebru o Joy Buolamwini, fundadora del Algorithmic Justice League, abogan por una IA transparente y auditada. Incluso gigantes como OpenAI y Google han implementado salvaguardas para evitar que sus modelos generen contenido dañino.

El futuro de la IA es un lienzo de posibilidades y preguntas sin respuesta. ¿Llegaremos a crear una inteligencia general artificial (AGI), una máquina con conciencia y versatilidad humana? Expertos como Yoshua Bengio creen que aún faltan décadas, pero otros, como Elon Musk, urgen a prepararse para sus riesgos. Mientras tanto, la Inteligencia Artificial cuántica —la fusión de algoritmos con computación cuántica— promete resolver problemas hoy inabordables, como la superconductividad a temperatura ambiente o el diseño de energías limpias.

En este viaje, quizás lo más notable no sea la tecnología en sí, sino cómo está redefiniendo lo que significa ser humano. La IA nos obliga a replantear la creatividad, la privacidad e incluso la ética. Nos recuerda que, aunque las máquinas puedan imitar nuestra inteligencia, la sabiduría —esa mezcla de empatía, moral y contexto— sigue siendo territorio exclusivo de la mente humana. Por eso, el verdadero desafío no es construir máquinas más listas, sino asegurar que su evolución refleje lo mejor de nosotros: curiosidad, compasión y un compromiso inquebrantable con el bien común.

La inteligencia artificial ya no es ciencia ficción. Es un espejo que refleja nuestras capacidades, nuestros prejuicios y nuestras esperanzas. Y como todo espejo, su valor no está en lo que muestra, sino en lo que decidimos hacer con ese reflejo.

Autor: DR. Ricardo Petrissans

Autor: DR. Ricardo Petrissans

Profesional universitario con amplia experiencia en varios campos de actuación: en gestión de empresas, en desarrollo de personas, en actividad universitaria y en creación e ingeniería de proyectos de desarrollo profesional y de educación.

Artículos relacionados

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

error: Content is protected !!